Cuando llegó mi propia pubertad y me pareció fea, no erótica, ( "yo quisiera que no hubiera hombres"), el rechazo de la masculinidad, que era mi sentimiento dominante, me llevó a un rechazo de los genitales masculinos, expresado en el deseo del cambio de sexo. Este deseo llegaba en medio de sentimientos de desolación, no estaba unido a ninguna fantasía erótica, se concretó cuando leí que un hombre los había perdido en un accidente y lo envidié.
Por esa carencia afectiva, me encontré en un vacío de identidad que resolví recurriendo por primera vez a un intento de feminización, traducido en un travestismo compulsivo, sentido eróticamente, pasionalmente, no como expresión pensada de mi manera de ser.
Hacia los diecisiete años, un día, en casa de mis padres y no de mi abuela (entre las que alternaba frecuentemente; lo que indicaba acaso que estaba en la cercanía de mi padre), creo que estando sentado en una silla del comedor, junto a la pared (lo que indica que fue un momento memorable) pensé "Yo soy ambiguo", palabra a la que asociaba otras como "delicado" y "lánguido", que me producían un efecto de verdad que todavía, setenta años después, puedo recordar. Lo asociaba también con mis piernas largas y dobladas sobre sí, en una posición de superposición encogida y femenina y en mis largos brazos que me gustaba extender, pero en una doble equis en la que las manos y los dedos se plegaban invertidos o se extendían hacia arriba como en una danza. Esa experiencia, decirme "ambiguo" en masculino, significaba una conciencia del yo, que hubiera podido ser el fundamento de una identidad que se hubiera mantenido a distancia de la femenina y de la masculina si yo hubiera tenido entonces recursos para afirmarla.
Ahora puedo tener una imagen complementaria, persistente, de aquella ambigüedad de mis acaso diecisiete años, trazando una línea de conciencia que va desde entonces al presente.
Me refiero a que, desde hace unos veinte años, centro mi interés en dos libros que estoy redactando, uno, éste, y otro, sobre la historia de mi familia, que me parece muy interesante. Pues bien, los escritos sobre mi identidad sexual me resultan trabajosos y me tensan, mientras que el de la historia de mi familia me distiende y lo disfruto; pero los identitarios están centrados en mi posible identidad femenina, que no me acaba de convencer, mientras que en los genealógicos tomo el punto de vista espontáneo en el que no me pregunto lo que soy de género y tengo una identidad coherente con mi relativa masculinidad o ambigüedad en masculino.
El 16.XII.2018, yo con setenta y siete años, me dispongo a pensar con calma en los matices de la verdad de mi ambigüedad que ahora estoy pudiendo llamar intersexualidad con la misma veracidad.
Hasta ahora, no he podido aceptarla con persistencia, porque la intersexualidad me deja entre dos aguas, con la sensación de duda que me agobia, y me acerca a definirme como masculino, que es lo que más puedo rechazar desde mi adolescencia.
Sin embargo, ahora puedo aceptarla, debido al factor de objetividad que existe en las personas más físicamente intersexuales y en los hallazgos contemporáneos acerca de la intersexualidad cerebral y su realidad nobinaria. Es difícil vivirla, dentro de una cultura muy binaria, que apenas toma en cuenta referencias nobinarias, pero por lo menos, permite salir de los tormentos morales sobre las dudas identitarias que se pueden tener, viéndose lejos de hombres y mujeres más definidos, o de la sensación de confusión que esa misma nobinariedad puede provocar. Yo he llegado también a poderme decir que ahora sé muy bien quién soy, en mi conocimiento interior, pero no puedo decir qué soy, en el plano social, el de las mayorías binarias.
Sé que soy ambiguo. A las cinco y media de la mañana, cuando me despierto, lo veo con claridad y me dispongo a escribirlo en mi texto identitario. He estado soñando que estoy en un avión, que corre por el campo, más allá de las pistas, disponiéndose a despegar. Así es como me veo. No es una identidad claramente masculina, pero corresponde a mi ambigüedad relativamente masculina. Sin embargo, de pronto, veo la profundidad de una identidad femenina. Sonrío, es agradable, es intensa. ¿Cómo es posible que, cuando la consideraba superada, reaparezca con tal naturalidad, tan agradablemente, con tanto frescor? Pero sé que, en el fondo, es trabajosa, que se terminará, que volverá mi ambigüedad. Esto me hace recordar mi libido y mi fusión con la imagen de la mujer. Es verdad que volver a mi realidad me deja desamparado, pero ahora puedo recordar que mi ambigüedad es mi verdad.
Todo ello es compatible con el hecho de que estoy operada y estoy a gusto de estar operada. Posiblemente, esto se debe a la diferencia entre género y sexo. Todo lo que he dicho acerca de mi ambigüedad son hechos de género, conductuales en sentido amplio, no solo los aprendidos, los culturales (que pueden ser transformables; he aprendido una cultura muy binarista, a la que no me he ajustado, pero puedo aprender el nobinarismo), sino también otros conductuales innatos (como mi conducta ambigua, mis gestos algo femeninos sin serlo del todo)
Sin embargo, la cuestión de la operación es de sexo, relacionada con lo genital. Desde los trece años, cuando entré en la pubertad, mi maduración me pareció desagradable y fea. Era un sentimiento estético, aunque fuera acompañado de placer, porque el sentido de la belleza y el placer corporal pueden ser distintos. Después, me ha bastado ver mis genitales, especialmente después de una operación de fimosis con ocho años, para verlos extraños y como añadidos. Por eso, desde mi pubertad, empecé a desear perderlos. Después, he pensado que no habría querido ni siquiera seguir viendo una excitación, ni tener la funcionalidad masculina que se ve en las películas, que me parecería cansada, que no habría deseado realizar una verdadera penetración, incluso que preferiría que los genitales masculinos no existieran en el mundo, que los varones estuvieran libres de ellos, que las funciones sexuales masculinas se cumplieran en los mamíferos de una forma más suave, como en el resto de los animales.
Todos estos sentimientos, muy arraigados en mí, explican que habiéndome operado hace ya unos veinticuatro años, mis sentimientos al pensar que me he operado hayan sido de bienestar, incluso de gustosa dependencia y nunca me haya arrepentido de ellos. Por ellos, aun sabiendo que soy ambiguo de género, puedo decir que soy casi femenina de sexo.
Por esa carencia afectiva, me encontré en un vacío de identidad que resolví recurriendo por primera vez a un intento de feminización, traducido en un travestismo compulsivo, sentido eróticamente, pasionalmente, no como expresión pensada de mi manera de ser.
Hacia los diecisiete años, un día, en casa de mis padres y no de mi abuela (entre las que alternaba frecuentemente; lo que indicaba acaso que estaba en la cercanía de mi padre), creo que estando sentado en una silla del comedor, junto a la pared (lo que indica que fue un momento memorable) pensé "Yo soy ambiguo", palabra a la que asociaba otras como "delicado" y "lánguido", que me producían un efecto de verdad que todavía, setenta años después, puedo recordar. Lo asociaba también con mis piernas largas y dobladas sobre sí, en una posición de superposición encogida y femenina y en mis largos brazos que me gustaba extender, pero en una doble equis en la que las manos y los dedos se plegaban invertidos o se extendían hacia arriba como en una danza. Esa experiencia, decirme "ambiguo" en masculino, significaba una conciencia del yo, que hubiera podido ser el fundamento de una identidad que se hubiera mantenido a distancia de la femenina y de la masculina si yo hubiera tenido entonces recursos para afirmarla.
Ahora puedo tener una imagen complementaria, persistente, de aquella ambigüedad de mis acaso diecisiete años, trazando una línea de conciencia que va desde entonces al presente.
Me refiero a que, desde hace unos veinte años, centro mi interés en dos libros que estoy redactando, uno, éste, y otro, sobre la historia de mi familia, que me parece muy interesante. Pues bien, los escritos sobre mi identidad sexual me resultan trabajosos y me tensan, mientras que el de la historia de mi familia me distiende y lo disfruto; pero los identitarios están centrados en mi posible identidad femenina, que no me acaba de convencer, mientras que en los genealógicos tomo el punto de vista espontáneo en el que no me pregunto lo que soy de género y tengo una identidad coherente con mi relativa masculinidad o ambigüedad en masculino.
El 16.XII.2018, yo con setenta y siete años, me dispongo a pensar con calma en los matices de la verdad de mi ambigüedad que ahora estoy pudiendo llamar intersexualidad con la misma veracidad.
Hasta ahora, no he podido aceptarla con persistencia, porque la intersexualidad me deja entre dos aguas, con la sensación de duda que me agobia, y me acerca a definirme como masculino, que es lo que más puedo rechazar desde mi adolescencia.
Sin embargo, ahora puedo aceptarla, debido al factor de objetividad que existe en las personas más físicamente intersexuales y en los hallazgos contemporáneos acerca de la intersexualidad cerebral y su realidad nobinaria. Es difícil vivirla, dentro de una cultura muy binaria, que apenas toma en cuenta referencias nobinarias, pero por lo menos, permite salir de los tormentos morales sobre las dudas identitarias que se pueden tener, viéndose lejos de hombres y mujeres más definidos, o de la sensación de confusión que esa misma nobinariedad puede provocar. Yo he llegado también a poderme decir que ahora sé muy bien quién soy, en mi conocimiento interior, pero no puedo decir qué soy, en el plano social, el de las mayorías binarias.
Sé que soy ambiguo. A las cinco y media de la mañana, cuando me despierto, lo veo con claridad y me dispongo a escribirlo en mi texto identitario. He estado soñando que estoy en un avión, que corre por el campo, más allá de las pistas, disponiéndose a despegar. Así es como me veo. No es una identidad claramente masculina, pero corresponde a mi ambigüedad relativamente masculina. Sin embargo, de pronto, veo la profundidad de una identidad femenina. Sonrío, es agradable, es intensa. ¿Cómo es posible que, cuando la consideraba superada, reaparezca con tal naturalidad, tan agradablemente, con tanto frescor? Pero sé que, en el fondo, es trabajosa, que se terminará, que volverá mi ambigüedad. Esto me hace recordar mi libido y mi fusión con la imagen de la mujer. Es verdad que volver a mi realidad me deja desamparado, pero ahora puedo recordar que mi ambigüedad es mi verdad.
Todo ello es compatible con el hecho de que estoy operada y estoy a gusto de estar operada. Posiblemente, esto se debe a la diferencia entre género y sexo. Todo lo que he dicho acerca de mi ambigüedad son hechos de género, conductuales en sentido amplio, no solo los aprendidos, los culturales (que pueden ser transformables; he aprendido una cultura muy binarista, a la que no me he ajustado, pero puedo aprender el nobinarismo), sino también otros conductuales innatos (como mi conducta ambigua, mis gestos algo femeninos sin serlo del todo)
Sin embargo, la cuestión de la operación es de sexo, relacionada con lo genital. Desde los trece años, cuando entré en la pubertad, mi maduración me pareció desagradable y fea. Era un sentimiento estético, aunque fuera acompañado de placer, porque el sentido de la belleza y el placer corporal pueden ser distintos. Después, me ha bastado ver mis genitales, especialmente después de una operación de fimosis con ocho años, para verlos extraños y como añadidos. Por eso, desde mi pubertad, empecé a desear perderlos. Después, he pensado que no habría querido ni siquiera seguir viendo una excitación, ni tener la funcionalidad masculina que se ve en las películas, que me parecería cansada, que no habría deseado realizar una verdadera penetración, incluso que preferiría que los genitales masculinos no existieran en el mundo, que los varones estuvieran libres de ellos, que las funciones sexuales masculinas se cumplieran en los mamíferos de una forma más suave, como en el resto de los animales.
Todos estos sentimientos, muy arraigados en mí, explican que habiéndome operado hace ya unos veinticuatro años, mis sentimientos al pensar que me he operado hayan sido de bienestar, incluso de gustosa dependencia y nunca me haya arrepentido de ellos. Por ellos, aun sabiendo que soy ambiguo de género, puedo decir que soy casi femenina de sexo.
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